viernes, 30 de noviembre de 2018

El día que pedí ayuda

Abro los ojos y agudizó el oído, está sonando el tintineo de las cucharillas removiendo el café en la planta baja de mis padres. Vía libre. Me levanto con cuidado de la cama, he aprendido que levantarse rápido no es buena idea cuando tienes la tensión baja. Lo aprendí cuando una vez todo se me tornó negro y de repente me encontraba en el suelo.
Voy rápidamente al baño y después al cuarto de mis padres a por la balanza para poder pesarme. Siempre en ese orden: antes de desayunar, después de ir al baño y en pijama porque es una ropa que pesa poco, así puedo obtener las cifras verdaderas de mi peso. Los números aparecen en la pantalla, 300 gramos menos que el día anterior. Sonrió, he bajado de peso. Pero la sonrisa inicial se convierte en frustración cuando me doy cuenta que podría haber sido más, podría haber comido menos ayer, podría haber hecho más deporte... Siempre podría haber hecho más.
Vuelvo al baño en el que empiezo mi ritual de cada mañana. Me quito la ropa y examino cada parte de mi cuerpo intentando encontrar donde se reflejan esos 300 gramos que he perdido. Pero no se reflejan, el reflejo lo único que hace es darme ganas de vomitar. Me pincho la grasa de la barriga, de las piernas, de los brazos... Sigue estando allí. Sigue habiendo margen para perder. Siempre lo hay aunque mis amigas me digan que ya me he pasado de la raya.
Me visto con el uniforme del colegio remangando una vuelta a la falda, he adelgazado tanto que la falda en vez de quedarme por debajo del ombligo me queda por la cadera y para que no este tan larga me la tengo que remangar–no puedo dejar que sospechen. Suspiró, toca bajar a desayunar, y lo hago con el corazón latiéndome a mil.
Como siempre, mi familia esta esperando a que desayune. Me hago un té verde, lo único diferente a agua que me permito beber, dicen que acelera el metabolismo pero a mi lo que me importa es que no tenga calorías. Me corto un minúsculo trozo de pan integral para comérmelo con una loncha de pavo, sin mantequilla ni aceite. Sería un comportamiento que todo el mundo vería como raro, pero como ha ido pasando todo de forma tan gradual nadie sospecha nada –o eso creo.
Cuando tengo que comer solo presto atención a la comida, todo mi alrededor desaparece. Doy mordiscos pequeños y mastico la comida hasta que no se pueda masticar más, hay veces que tardo casi una hora en comer. Comer es una pesadilla. No comería si fuese mi elección, pero el resto de personas sospecharían. No pueden entender que alguien no quiera comer. Pero es que yo quiero ser delgada y eso no lo entienden. Ser delgada me hará feliz. Ser delgada me dará la autoestima que he perdido. Ser delgada me hará perfecta.

Las clases son un suplicio. Intento concentrarme al máximo pero solo puedo pensar en lo que he comido esta mañana y lo que podría haber hecho para evitarlo. Tampoco el frío me deja concentrarme. Siento mucho frío por mucho que este puesta la calefacción y lleve tres capas de ropa. Pero como lleva pasando meses me he acostumbrado a ignorarlo. Lo que no puedo ignorar es lo pálida que estoy o lo azules que están mis uñas. Pero bueno, me da igual realmente. Pequeñas consecuencias por llegar a ser delgada. 
En los cambios de clase ya apenas hablo con mis amigos. No me apetece. No cuando me sueltan comentarios de por qué no como, por qué estoy cada vez más delgada, si necesito ayuda... Si fuesen mis amigos me dejarían hacer lo que quiero.

Vuelvo de clase y me tumbo en la cama. Estoy cansadísima. Cierro los ojos intentando dormir aunque sé que va a ser en vano. No puedo ni dormir por la noche, así que no voy a poder echarme una siesta. Me quedo así tumbada en la cama durante 3 horas. Sin hacer absolutamente nada. Pienso en mil cosas que me están haciendo daño. Pero no soy capaz de llorar. Es como si no sintiese absolutamente nada.

Esta noche fue diferente. Mi madre me llamó después de la cena "he comprado tarta, te he cortado un trozo". Iba a coger el trozo y llevármelo a mi cuarto pero mi madre me miró y me dijo que quería verme comérmelo delante suya. Me asusté, empezaban a sospechar. Me comí el trozo de tarta extremadamente lento delante de mis padres. Nada más acabar subí a mi cuarto corriendo dejando soltar las lágrimas que me había estado aguantando. Esa tarta me iba a hacer engordar. Esa tarta me iba a alejar de mi objetivo. Debería haberme inventado una excusa. ¿Qué coño he hecho? Soy una fracasada, soy una gilipollas. No me merezco ser perfecta. Normal que este gorda. Si lo único que hago es comer. Tengo que hacer deporte para compensar. Ahora cuando todo el mundo se vaya a dormir me pondré a hacer abdominales...
–¿Elena? –la voz de mi madre entrando en mi cuarto me asustó. Me había pillado llorando desconsoladamente después de comerme un trozo de tarta. Tenía que inventar una excusa, librarme de esto. Pero solo pude decir una cosa.
–No lo sé. 
Mi madre me abrazó y por un segundo pensé que todo iba a ir bien. Que me iban a dar ayuda y esta pesadilla se iba a acabar.

Lo que no sabía que el momento más difícil de mi vida iba a empezar porque iba a descubrir todo lo que me llevó a este estado. Dejar de comer y centrarme en adelgazar era mucho más fácil que enfrentarme a mis problemas. 
Pero hoy os lo digo, toda esa lucha valió la pena.

PD: obviamente no me acuerdo de como fue el día que pedí ayuda por completo, pero ilustro muchas de las situaciones que viví en distintos días para dar un reflejo de como es vivir con un TCA. Porque una persona que vive con un TCA sufre, y por mucho que niegue que necesite ayuda, le hace falta. Mucha fuerza a toda persona que este pasando por esto. Salir siempre se puede.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Ring ring


Ring ring. No, otra vez no. Saco el teléfono de mi bolsillo con la mano temblorosa mientras miro al techo, evitando mirar la pantalla como si no ver tu nombre fuese a solucionar las cosas. Suspiro profundamente antes de echarle un rápido vistazo, pero no lo suficientemente rápido ya que alcanzo a ver esas letras que reconocería en cualquier lugar. Tu nombre. Eres tú. Me vuelves a llamar.
Ring ring. Agito la cabeza en un gesto de negación hacia mí misma. No voy a cogerlo, no puedo. Estoy harta de romper mi propia promesa. Estoy harta de decepcionarme una vez tras otra. Estoy harta de caer en esa trampa. No, no voy a contestar.
Ring ring. Ayer sí te contesté. Te contesté acordándome de cuando te conocí. Acordándome de cómo entraste en mi vida cuando yo estaba en el suelo. Acordándome de cómo me prometiste estar ahí para darme la mano cada vez que me viniese abajo, de apoyarme, de abrazarme, de quererme como antes nadie lo había hecho.
Ring ring. Me acordé de aquella primera vez que dimos un paseo para hablar: acabamos con agujetas en las piernas por andar durante tres horas porque no podíamos parar de encontrar cosas que teníamos en común. Y al despedirte me diste ese ansiado beso. Nada se pudo comparar con ese beso. Un beso esperado, deseado, lleno de una ilusión que pronto se convertiría en amor.
Ring ring. Ayer me acordé del principio de nuestra relación. De cómo cada fin de semana me llevabas a un sitio diferente porque te negabas a repetir planes. Me acordé de todas las mañanas que abría los ojos y encontraba los tuyos brillantes, observándome con una sonrisa en los labios. Esa sonrisa me recordaba a cómo le hablabas de mí a tus amigos, como si yo fuese la mayor suerte de tu vida. Y yo estaba segura de que tú eras la mía.
Ring ring. Pero hoy me acuerdo del presente. Me acuerdo de las excusas y de las mentiras. Me acuerdo de las veces que aparecías en mi puerta pidiéndome una última oportunidad. Esa última oportunidad que te cedí mil y una veces esperando encontrar el chico que creí haber conocido aquel día.

Ring ring. Me acuerdo de como todo empezó a cambiar. Primero empezaste a gritarme, pero era porque volvías cansado del trabajo. Luego, me insultabas, pero era porque habías tenido un mal día y estabas irritable. Entonces, llegaste a pegarme, pero era por desahogarte. Te lo tenía que perdonar, ¿no?

Ring ring. Me acuerdo de ayer. De cogerte el teléfono y acabar en tu casa. De cómo me recibiste con besos y caricias. De cómo me miraste a los ojos y me mentiste diciéndome que me querías. De cómo me usaste a tu parecer para luego querer echarme. Pero yo no me quería ir. Por eso me gritaste, me empujaste, me tiraste al suelo, me insultaste y pegaste. Una vez más. Cada vez más fuerte.
Ayer creí que esta iba a ser la última vez...
Ring ring. Lo de ayer no fue nada nuevo. Fue la trampa en la que llevo cayendo ya tanto tiempo que incluso olvidé cuando todo se torció. Ayer volví a caer, pero hoy voy a ser fuerte. Pero, ¿lo seré mañana?

viernes, 2 de noviembre de 2018

Los lápices de colores

Érase una vez una clase en un colegio normal y corriente, donde los compañeros de clase se dividían en grupos de amigos, aunque eso no era impedimento para que se llevasen bien entre todos. Pero había una chica en la clase que no formaba parte de ningún grupo, prefería integrarse en uno diferente cada día. Ella estaba convencida que podía aportar y recibir algo de cada persona, por lo que no quería cerrar las puertas de su interior a nadie.
Ha medida que esa chica iba formando parte de diferentes grupos, sus integrantes decidían pedirle favores:
–¿Me dejas ese lápiz de color rojo?
–¿Y a mí el de color naranja?
–¿Y a mí el amarillo?
Ella los prestaba sin pensárselo dos veces. Ellos eran sus amigos. Harían lo mismo por ella, ¿no?

Un día la profesora les pidió que tenían que dibujar un arcoíris para el final de la jornada escolar y entregárselo, formaría una parte importante de la calificación de esa asignatura. La chica abrió su estuche y solo encontró el lápiz de color negro, ya había prestado todos los otros lápices de colores a diferentes personas.
Durante el recreo intentó recuperar esos lápices que había ido prestando a lo largo del año y que no le habían devuelto aun, pero solo le respondían con excusas:
–Me lo he dejado en casa.
–Lo he perdido.
–Se me rompió.
–Lo gasté.
Por más que lo intentó, no consiguió recuperar ni un solo color. Finalmente abatida aprendió una gran lección: ella se había entregado a personas que solo buscaban recibir y no aportar. Solo buscaban su altruismo, pero no devolvérselo. La amistad que ella había visto en ellos, ellos no la habían visto en ella.

No ser altruista no siempre implica ser egoísta, los antónimos absolutos no existen. Igual que esa chica entregó lápices de colores, nosotros entregamos cachitos de nuestro interior a otras personas en las que decidimos confiar. Esa confianza puede ser recíproca, y ese cachito nuestro que entregamos, se compensa por el cachito que nos entregan. Pero si se lo damos a las personas equivocadas, nos damos cuenta que nos estamos perdiendo. Que aquello que era nuestro, ya no es nuestro sino del resto. Que hay partes que perdemos o se rompen y que nunca podremos recuperar. Hay veces que hay que mirar más por uno mismo que por los demás. 
El autocuidado nunca es egoísta.